-Despiértate, Beto. ¡Tienes que ir a la escuela! –escuchó, aún entre sueños, la voz de su hermana.
Eran las 7 de la mañana y no tenía la más mínima intención de levantarse. Se acostumbró a dormir de más pero no por gusto, sino por protección. Por años, corrió a los brazos de Morfeo para escapar de la realidad que lo rodeaba, para escapar del dolor. Por esa razón, acostumbró a dormir más tiempo del que necesitaba.
-Mmmm… –gruñió Alberto conforme se levantaba lentamente apretando los ojos– ¿Y el desayuno?
-¡Ay, Alberto! Primero, báñate; después, comes. –replicó su hermana como regaño para el niño.
Alberto le sonrió a su hermana mientras dejaba escapar un suave “está bien.” Abrió un poco más los ojos conforme estiraba sus brazos y vio a su hermana con un vestido amarillo hasta las rodillas y un delantal blanco que apretaba su cintura lo suficiente para marcar, con detalle, su veinteañera figura. Su rostro era suave, aunque con el ceño fruncido por las angustias que vivió en el pasado; sus ojos eran azules como el cielo y su cabello del color de la madera. Su hermana lucía tan bonita y radiante, hubiera deseado que fuera su madre.
Era 1951, habían llegado a casa de Mario un año atrás. Desde entonces, Marta cumplió con su palabra y se dedicó a ayudar a Mario y Sofía, su mujer, con el mantenimiento de la panadería y su hogar. Sin embargo, aunque no tenía por qué, Marta siempre mantuvo una considerable distancia respecto a Mario y se acercó más a Sofía; esas heridas del pasado la hicieron desconfiar de todos los hombres que no fueran su hermano.
Mario y Sofía ya eran personas de edad avanzada, Sofía tenía 53 años y era 8 años menor que Mario. Se casaron cuando ella había cumplido los 16 años; él era el hijo del panadero y tenía, en buena medida, un futuro asegurado. A los 3 años, nació su único hijo, Pedro. Él llevaba tiempo de haber salido de casa y haberse mudado a Celaya para continuar con su carrera profesional; por supuesto, visitaba a sus viejos de en cuanto podía pero sus visitas eran algo breves puesto que sus negocios no le permitían desatender Celaya demasiado. Así que, cuando Alberto y Marta les pidieron asilo en su casa, les cayó de maravilla pues ya no estarían tan solos.
Alberto, por su parte, se ha mantenido ocupado estudiando lo más básico de la escuela primaria para alcanzar su edad escolar al inicio de la preparatoria. Sería difícil pero él estaba determinado a hacerlo. En las tardes, y sólo después de hacer la tarea, Alberto se subía a un triciclo para recorrer las calles aledañas de la panadería llevando el pan al domicilio de los vecinos. Mario acertó en emplear esta estrategia pues, desde que Alberto se trepó al triciclo, las ventas se han incrementado. Sin embargo, el muchacho tenía un carácter bastante especial. Algunos compañeros de la escuela le molestaban por ser “el mandadero del panadero”; más de una vez, Alberto se fue a los golpes sin pensarlo dos veces. Era valiente e intrépido pero inescrupuloso.
-Ven, muchacho; siéntate conmigo un rato. –le dijo el viejo Mario una noche a Alberto.
Estaba sentado en un banco sobre la banqueta mientras fumaba un cigarro. El muchacho se sentó a su lado en el suelo y subió su mirada para ver las estrellas de la noche. El viejo miró al muchacho y también giró su mirada al cielo.
-A mi edad, se te olvida mirar al cielo. –dijo Mario mientras exhalaba el humo del cigarro- Sientes que ya has estado ahí y no hay nada nuevo que ver. Se cansa uno de ver al cielo porque jamás llegará uno a él.
-¿Que eso no depende de lo bueno que sea uno mientras vive? –inquirió el muchacho a la vez que sus ojos se tornaban se llenaban lágrimas y fruncía el seño.
-No. El cielo no existe, muchacho; sólo el infierno. De lo único que dependemos es de que tan llevadera hacemos nuestra existencia en el infierno.
-¿Por qué habla de tanto dolor, señor? Usted no parece haber tenido una vida tan dura.
-Muchacho. –contestó Mario riendo un poco- Hay dolores incontables. Dolores que llegan para quedarse y no te dejan por alguna curiosa razón. –tomó un poco del cigarro y continuo mientras liberaba el humo- Lo peor es que sólo lo puedes llorar a solas, cuando nadie te ve; porque nadie te puede entender.
Mario se mantuvo en silencio mientras miraba a las estrellas.
-Pronto voy a morir, muchacho. –rompió el silencio agachando la mirada y bajando el tono de voz- Y no es la muerte lo que me asusta sino el olvido al que ello conlleva.
Sorprendido por el comentario, el muchacho volteó a verlo precipitadamente. “¡Pero yo no le voy a olvidar, señor!”
-Quizás. Pero si mi hijo. Y también mi mujer. –hizo un gesto como si algo le hubiera pegado en un costado y escondió el rostro- ¡Carajo! Dios sabe que no puedo vivir con la idea de que mi mujer me olvidará y seguirá viviendo.
-¿Cómo lo va a olvidar? ¡Usted ha estado con ella por años!
-Y me va a llorar unos días. Pura nostalgia y amor. –arrojó el cigarro- Pero al día siguiente, hay que hornear más; y yo, habré muerto.
El viejo se paró y comenzó a caminar hacia adentro de la casa jalando su banco. Alberto se quedó sentado en el suelo pensando en lo que el viejo le decía.
-Quedarte solo, que te olviden. Duelen igual que morir, muchacho; exactamente igual. Mi hijo ya me olvidó y hasta me enterró. –suspiró profundamente- Son cosas que te pasan cuando te haces viejo y la vida te pesa. Por eso, es que ya me quiero morir.
Alberto recordó a su madre muriendo. Lo dicho por Mario, lo ha puesto a pensar si su madre había muerto antes de parirlo. Quizás por eso anhelaba tanto morirse de una vez, por eso no era un humano decente siquiera; porque murió antes de tiempo y los parió un cadáver en descomposición, porque a su madre la privaron del verdadero amor.
El vientre de su madre fue una cuna sin amor, su única esperanza es que su hermana no estuviera tan herida para ser igual de miserable.
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