-Despierta, Beto. ¿Quieres desayunar? –escucha una suave y delgada voz hablándole.
El sol apenas si puede hacer que sus cobrizos rayos se cuelen a través de las rendijas de la pequeña casa de cartón. El muchacho se talla los ojos después de otra larga noche durmiendo en el suelo. La voz que escuchó provenía de la única otra persona que fue su familia durante su niñez, su media hermana de 14 años. Ella, con una falda vieja y rasgada y una camiseta que apenas podía cubrir su pecho, caminó silenciosamente hasta una pequeña bolsa en la que guardaba un poco de pan por si despertaba y tenía algo de hambre. Beto, por su parte, se incorporó del suelo mientras miraba por la minúscula rendija que daba al improvisado cuarto donde su madre dormía; y, ahí estaba ella, tirada sobre la cama tapando su cuerpo desnudo con unas sábanas. Era el mismo cuadro de siempre.
-¿Todavía te queda algo de pan, Marta? –susurró Beto a su hermana mientras se sacudía él pantaloncillo, única pertenencia que tenía.
-Sólo uno… pero, te lo puedes comer. Toma.
-Lo podemos dividir, Marta.
-No, no. ¿Qué andas tú diciendo de dividir el pan? –dijo ella frunciendo el ceño mientras ponía el pan en la mano de Beto- Ya estoy muy acostumbrada a no comer; así que, come. A los jóvenes les hace bien comer cuando el cuerpo se los pide.
Él la miro a los ojos con una leve sonrisa que le expresaba gratitud a su hermana. Ella era apenas 5 años mayor que él pero tenía que ser tanto madre como amiga y hermana. De no haber sido por ella, jamás hubiera aprendido a leer y escribir.
Del otro lado de la puerta, se escuchó el rechinar de la vieja cama y gemidos que indicaban el despertar de la madre de ambos, si bien sólo biológica. Tendría, si acaso, unos 32 años; su cuerpo era casi perfecto y las curvas de sus caderas estaban tan marcadas que nadie sospecharía que un par nuevo de manos se posaba en ellas cada noche. Desde pequeña tuvo que escapar de su casa, pues negó siempre la disciplina que su padre le imponía; la negó hasta que las drogas corrompieron su alma. Tenía 15 años cuando su novio, un joven universitario, le ayudó a escapar de su casa en Culiacán y a moverse hasta Reynosa. Gente como ellos hablaban de Reynosa como un lugar donde era fácil vivir y sustentarse en negocios… tanto legales como ilegales.
La verdad era otra. Su novio pretendía usar la belleza de ella para vender más drogas en las calles, pero poco tardó en darse cuenta que la estrategia era incorrecta. Ella era delgada y sus ojos del color del cielo, su pelo era largo y claro como el trigo. Tanto cocainómanos como vendedores de mercancía se acercaban a él para ofrecerle cantidades discretas de droga a cambio de tener sexo con ella. Al principio, la decisión era férrea; pero, con el tiempo, las ofertas cambiaron de ser drogas a billetes verdes. Imbécil. Nunca predijo lo que podría venir después.
Habían pasado ya dos años. Una noche mientras ella esperaba por él en la esquina de Aldama y Nicolás Bravo, punto donde normalmente comerciaban la droga, él la llevó a una casa en la colonia Ramos. Había dos americanos vestidos con sacos negros y pequeños sombreros sentados en un sofá al fondo del cuarto y otras tres personas que usaban chalecos de cuero cerca de la entrada. Al entrar, ella sintió como las miradas de los cinco extraños se fijaban en ella y la acuchillaban. Podía sentir como los ojos de los americanos se clavaban en sus pechos y jadeaban cuando su mirada se dirigía a sus muslos, mientras el resto fijaba sus ojos en las caderas y nalgas con ojos llenos de lujuria. Su novio se detuvo bruscamente a un metro de la puerta fijando una pose amenazadora.
-Como acordamos. –dijo él con voz firme como si él llevara las riendas de la situación mientras la empujaba bruscamente hacia los americanos.
-¡Asshole! You don’t know how to deal properly. –replicó el americano a la vez que su rostro se iluminaba como si un relámpago hubiera caído a su costado izquierdo.
El compañero del americano estaba listo desde el inicio para clavarle una bala entre las cejas al universitario. La ambición por droga y dinero lo metió a la boca del lobo… y ella gritó cuando sintió que la tibia sangre de él le empapaba la espalda. El grito fue acallado rápidamente por uno de los que usaban chalecos de cuero, pues de una cachetada la mandó al suelo.
-¿Cómo te llamas? –dijo uno de los americanos articulando su asqueroso español forzado.
-A… Am… Amanda… –apenas pudo contestar ella mientras lloraba y veía perpleja el rostro carente de vida de su novio.
Se escuchó el chasquido de un maletín abriéndose. Los pasos de otro de los tipos de chaleco se acercaban a ella por la espalda. Sintió un pequeño piquete… y perdió control sobre sí misma.
Nunca hubiera podido despertar de no haber sido por los ladridos de un perro que estaba en la puerta. No supo siquiera cuantas horas pasaron, sólo sentía un dolor inmenso en todo su cuerpo; como si la hubiesen molido en un molcajete. De su ropa sólo quedaban retazos que apenas podrían cubrir sus delgadas muñecas. Fue el primer despertar amargo de todos aquellos que habrían de acompañarla por el resto de los días. Tenía moretones por todo el cuerpo y su piel estaba pegajosa y blanquecina, su boca tenía un sabor tan amargo y hasta su garganta dolía. La piel de sus muslos le ardía inmensamente y su sexo le dolía indescriptiblemente… de no haber sido porque los ladridos del perro atrajeron la atención de una mujer hubiera muerto en ese lugar.
Pasó una semana recuperándose en la casa de su samaritana. Ella era una prostituta de buen corazón. Adoptó el trabajo porque nada más la pudo adoptar a ella. Cosas de la vida. Sin embargo, durante esa semana, Amanda no podía siquiera abrir la boca para hablar; estaba completamente enmudecida por el asco generado por lo que le pasó. Para su suerte, la samaritana recuperó de aquel cuarto una valija negra… tenía mil dólares en billetes de 1 dólar. ¿Qué debía hacer? El dinero le daba asco, sabía que ese fue el precio que su novio fijó para que los americanos la violaran de esa manera. Sintió un asco tan profundo que anestesió la herida en su alma con odio y rencor hacia el mundo, mas las heridas no sanaban y su alma siguió desgarrándose a través del tiempo. Hubo días que maldecía su físico y lo que éste le había acarreado pero, después, al ver cómo su salvadora vendía su cuerpo, pensó que no estaría tan mal hacer lo mismo; quizás así podría obtener el dinero necesario para subsistir en otro lugar lejos de Reynosa.
Seis meses después, estaba en Tepito… embarazada y prostituyéndose. Uno de sus ‘clientes’ le preguntó por qué seguía prostituyéndose aún estando embarazada.
-Por alguna razón, a muchos hombres les excita más coger con una mujer embarazada. –contestó ella mientras extendía su mano esperando la paga.– Y eso, para mí, significa más dinero.
Así fue como, 15 años después, vivía sola con dos hijos de los cuales desconocía los padres de ambos por convicción propia. Para ella, sólo le sirvieron por nueve meses; de no haber sido por esos meses, jamás hubiera conseguido la pequeña casa de cartón y la cama que comparte con un desconocido diferente cada noche. Sus hijos no han muerto de hambre porque Marta aprendió a usar su tierno rostro para hacer que el panadero y el lechero se compadezcan de ellos; y Alberto, de vez en vez, ha tenido que usar su tamaño y agilidad para robar algo de dinero de los clientes de su madre mientras su madre está… atendiéndolos.
-Ya estás bastante grandecita como para que también te vengas a trabajar conmigo, Marta. –vociferaba Amanda las noches que el dinero se le iba en drogas.
Amanda vivió tanto tiempo entre la escoria, inmundicia y basura de la humanidad que obtuvo lo que tanto quería: perder el alma para que le dejaran de doler las heridas que el pasado le había dejado. Pero, por alguna razón, sus hijos intentaban a toda costa mantener la luz de la esperanza encendida en el interior de esa oscura casa de cartón. Aún así, la luz no era para salvar a su madre sino para salvarse ellos mismos. Quizás perdieron la esperanza en ella en alguna de esas noches mientras escuchaban como tenía sexo con alguno de sus clientes, o quizás la perdieron cuando ella les reafirmaba que sólo fueron útiles mientras estaban dentro de ella pues así atraía más clientes. Ellos no se escondían en el cuarto contiguo para que los clientes no supieran que su prostituta favorita tenía hijos, sino para proteger a Marta de que algún loco drogado le hiciera algún daño irreparable.
Lo que no sabía Amanda es que la razón por la que los hombres seguían esperando que tuviera la noche libre era la droga a la que ella tenía acceso. Hacía que los hombres tuvieran sus sensaciones aumentadas y los orgasmos eran casi paros cardíacos para muchos de ellos. Ella tenía que inyectarse la misma droga que le inyectaba a los clientes pues, a consecuencia de lo que le pasó cuando estaba en Reynosa, perdió sensibilidad genital y no podía sentir nada de otra manera. Amanda tenía ya 37 años cuando una sobredosis de la droga la mató.
Marta y Alberto corrieron en la mañana hasta la tienda del panadero pidiéndole auxilio. El panadero, de nombre Mario, se desconcertó al principio, no entendía qué era lo que los muchachos querían. Marta quería explicarle y, aunque tenía ya 19 años, la carga emocional era demasiada y siempre rompía en llanto. Alberto tuvo que platicarle todo como pudo, desde el oficio de su madre hasta las adicciones y muerte de ella; le explicó, puntualmente, que lo que necesitaban era un techo para dormir así fuese necesario trabajar. Marta le ofreció mantener limpia la panadería y Alberto le ofreció sus delgados y ágiles brazos para ayudarle a hornear más pan. Mario estaba sorprendido por la firmeza del carácter de Alberto, pues a pesar de tener 14 años, se mantuvo firme para apoyar a su hermana y ayudarla a tener un nuevo hogar a cualquier costo.
-Y así, Alberto aprendió a hornear, ¿eh? –dijo Manuel conforme se ponía de pie para estirar las piernas.
-Algo por el estilo, muchacho. –el anciano se secó una nostálgica lágrima de la mejilla mientras sus ojos se posaban brevemente en aquella ventana.
-¿Esa era su ventana, señor? ¿Eso es lo que recuerda cuando la ve?
-Hace mucho que Alberto dejo de tener 14 años como para que esa sea toda la historia de su vida. Así que, te agradezco que no te adelantes a las conclusiones. –los ojos del anciano se fijaron en los de Manuel con un claro gesto de reprimenda al tiempo que sus piernas iniciaban la retirada– Con el tiempo llegarás a tu tan esperada conclusión y al fin habré liberado esas penas de mi alma.
-¿Mañana aquí mismo? –preguntó Manuel a la nuca del anciano.
No hubo respuesta. El anciano siguió su camino.