25 de agosto de 2009

Una Ventana a la Memoria (cap. II)

-¿Pretendes impresionarme, muchacho? –escuchó Manuel la profunda y raposa voz del anciano cargada con melancolía.

-¿Eh?

Durante dos horas completas, Manuel mantuvo su mirada fijada en el triste marco de la ventana. Le fue difícil reaccionar a las primeras palabras que habían emergido de la boca del viejo pues sus sentidos se habían entumecido y su mente lo había llevado a una especie de trance lleno de suposiciones. El anciano lo acompañó en ese letargo mental para permitir que las semillas de las preguntas germinaran respuestas en el fértil suelo de su joven mente imaginativa; pero él no buscaba nada de nuevo en la ventana, siempre encontraba lo viejo y ya sabía cómo encontrarlo. La actitud del joven le hizo recordar fragmentos del pasado, le hizo recordar…

A los ojos del anciano, el muchacho estaba fascinado inventándose posibles historias y respuestas en su mente, pero sabía él que nunca lograría descifrar lo complejo de la realidad. Manuel parecía en un trance, y supuso que la única manera de sacarlo del trance sería con su voz. Apenas pudo salir del trance cuando escuchó la voz del anciano hablarle a él, apenas pudo salir del trance cuando sintió la pesada mirada del viejo extendiéndose desde sus marcadas cejas y entristecidas ojeras para clavarse en él. Giró rápidamente su cabeza para verle a los ojos.

-No, señor. –repuso Manuel con el leve tartamudeo delator de que buscaría una respuesta rápida– No se trata de impresiones, sino de entendimiento.

-Entonces, ¿pretendes entenderme? Más que eso, ¿qué crees que quieres entender? ¿Qué hay que entender?

No hubo respuesta a eso. El muchacho sólo se quedó en silencio mientras agachaba la mirada y se tocaba el abdomen.

Durante años, tantas personas habían pasado por ahí y habían visto al anciano sentado en ese banquito observando a la ventana del edificio aquel. Algunos pasaban sólo ignorando su existencia, otros se acercaban y le preguntaban: “¿Se siente bien? ¿Qué hace allí sentado?” Las dos preguntas más estúpidas que le podían hacer. Él no contestó nunca a esas preguntas sólo alzaba su brazo, rojo por las cicatrices de las quemaduras, y les mostraba la hoja del periódico. Muchos leyeron y sólo le externaron sus condolencias, otros sólo se marchaban y lo dejaban abandonado ante sus recuerdos y pensamientos. Pero… el muchacho hizo lo que nadie. El muchacho quería saber más que sólo eso. Él no buscaba compadecerlo o externarle sus condolencias, no quería dejarlo en la soledad y el olvido; quería… escucharlo.

Un leve gruñido proveniente de el estómago de Manuel se dejó sonar. El anciano sonrió levemente ante los sonidos estomacales del muchacho.

-Parece que alguien está hambriento. –buscó en un pequeño morral que cargaba consigo para sacar una torta envuelta en una servilleta.

-Pero…

-Come. –insistió el anciano zampándole la torta en la boca a Manuel antes de que pudiera replicar– Ya estoy muy acostumbrado a no comer; así que, come. A los jóvenes les hace bien comer cuando el cuerpo se los pide.

Tomó la torta entre sus manos sin dejar de ver al anciano mientras se preguntaba qué lo había impulsado a alimentarlo. Luego, miró la torta en sus manos y lentamente comenzó a retirarle la servilleta para descubrirla y darle la primera mordida. El anciano volvió a sonreír de manera leve cuando Manuel le dio la mordida.

-¿Y si el pan estuviera rancio? –dijo el anciano– ¿Y si la carne es de perro? ¿Y si la hice en las peores condiciones higiénicas? ¿Y si tiene veneno?

Con la boca llena de un pedazo de la torta, masticó lentamente para captar todos sus sabores. A la vista curiosa del anciano, Manuel descubrió que el pan no estaba rancio y que la carne no era de perro. Las otras dos opciones no eran tan fáciles de comprobar y el anciano no pretendía, desde el principio, esperar a que terminara la torta para que entendiera el mensaje. Se levantó de su banquito mientras Manuel seguía masticando el pedazo de torta impidiéndole replicar la huida del viejo. “No te dejes guiar por las apariencias”, escuchó Manuel en su mente como si el anciano se lo hubiese gritado. Entonces fue cuando entendió que no iba a detenerlo jamás, que debía dejarlo ir sin réplica alguna; pues un alma con una pena tan grande como esa tiene que aligerarse la carga de vez en vez y andar... sólo andar.

-Mi andar será eternamente diferente al de tu amigo. –murmuró el anciano alejándose de Manuel– Mi andar nunca será joven, pues mis pasos están marchitos por mi edad y este sendero lo he recorrido demasiado. Mi sendero jamás me llevará al olvido, sino a la añoranza.

-Ese andar no está marcado por sus pies, –añadió Manuel tan rápido como pudo habiendo tragado el pedazo de torta y aún con una dificultad para hablar bien– lo marcan sus recuerdos.

El viejo lo miró por sobre su hombro. Su mirada no era agresiva esta vez, más bien nostálgica. El anciano siguió su camino directo por la calle hasta perderse de la mirada de Manuel. El muchacho resolvió regresar, sabía que tenía que perseverar y no desistir… además, sólo Dios sabe si el anciano traería más tortas al día siguiente. “¡Qué rica torta!” fue lo último que pensó antes de encaminarse hacia su casa.

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