25 de agosto de 2009

Una Ventana a la Memoria (cap. III)

-¡Qué raro! No está. –decía Manuel mientras caminaba hacia el lugar donde el viejo normalmente se sentaba a contemplar la ventana.

Las calles se habían vuelto especialmente solitarias y muertas. Se habían vuelto largas, cansadas y difíciles de caminar. Cuando conoces el lugar por el que tus pasos te guían, sientes los fantasmas de los recuerdos pasados ceñirse sobre ti buscando recuperar un poco la vida que les arrebataron. Pero Manuel no prestaba atención alrededor, su juvenil indiferencia ante la historia le permitía tener un poco de inmunidad en el corazón, tan sólo seguía caminando hacia el banquito con paso firme y hasta obstinado.

Había un cuadernillo; bastante antiguo, bastante amarillo… apenas era legible lo que había sido escrito en él. “Si existiera Dios…” decía el encabezado.

Si existiera Dios, no le tendría miedo y mucho menos le tendría respeto, lo cuestionaría.

Si existiera Dios, le preguntaría si es el Dios del Sufrimiento. Si existiera Dios, empezaría por preguntarle cómo hace para parecer tan benevolente y tan misericordioso siendo él tan sordo de las plegarias de la gente que sufre diariamente en las calles.

Si existiera Dios, le preguntaría si es el Dios del Castigo. Le preguntaría cómo es que hizo para convencer a tanta de gente de esa falsa bondad y perdón que dicen que él profesa. Se dice que esta vida es una bendición que él nos dio pero si estas son sus bendiciones, prefiero que me maldiga eternamente. En esta ‘bendita’ vida, si eres bueno te pone pruebas para que demuestres que tan bueno eres; si eres malo te castiga hasta el final y te manda al infierno. Perdónenme pero ¿dónde quedo esa justicia que él profesa y de la que se siente tan orgulloso?

Si existiera Dios, resumiría todas mis preguntas en una sola: ¿Para qué te reza la gente? Hay quienes dicen que rezar es hablar con el Señor. Yo digo que es hacerse pendejo mientras intentas desahogar toda la mierda que cargas en tu conciencia pensando que hablas con alguien más. ¡Y llaman locos a los que no creen en Dios!

Si existiera Dios… algún Dios, le preguntaría si sirvieron de algo mis plegarias. Nunca le pedí nada para mí. He de pecar de cualquier cosa, menos de hipócrita. Si nunca le di nada a él, nunca le pedí nada. Pero si le pedía que cuidara a mi gente, pedía por ellos con un fervor desenfrenado. Nunca quise nada para mí, sólo quería ---

Los grandes ojos cafés de Manuel se habían inmerso en una adolorida y agónica escritura tan profundamente que se sintió parcialmente decepcionado al darse cuenta de que la página había sido cortada aquí.

-Tenía como unos 17 años cuando escribí eso. –dijo el anciano casi en silencio tranquilamente sentado en el banquito haciendo que Manuel se sobresaltara– Siempre quise que alguien más lo leyera, pero no es algo fácil de entender.

El muchacho quiso preguntarle de dónde había salido tan rápida y sigilosamente pero se detuvo justo a tiempo para darse cuenta de que esa no era, ni por casualidad, la pregunta relevante del momento. Le extendió lentamente el cuadernillo y el viejo, apenas levantó la vista para verlo, se lo arrancó de sus temblorosas manos llenas de un gran nerviosismo. Manuel mantuvo firme su mirada buscando la del viejo para lanzar la pregunta.

-¿A quién quería proteger?

El anciano parpadeó lentamente mientras su mano buscaba apoyarse en su rodilla. Hizo esa mueca de inconformidad que la gente hace cuando va a confesar algo y, repentinamente, contestó con una mirada enérgica e inquisitiva la de Manuel. El muchacho frunció el ceño tratando de descifrar el siguiente movimiento del anciano pero, al igual que el día anterior, resolvió el dejarse sólo llevar por las palabras del veterano de vida.

-Después de todos estos años, creo que descubrí qué es Dios. –decía el anciano mientras entusiasmadamente buscaba algo en su morral de cuero. No tardó mucho para encontrar lo que buscaba: una botella de salsa de tomate.– ¡Dios es una botella de salsa de tomate!

Manuel estuvo a punto de tener que levantar su quijada con espátula del suelo. Con un rostro totalmente deformado por una mezcla de confusión y sorpresa, intentó emitir algún sonido que se pareciera a la expresión ‘¿Qué?’, pero el anciano decidió proseguir con su explicación como si hubiese podido leer su expresión conforme ponía la botella en el suelo.

-Todos creen que Dios es un ser omnisciente y ajeno a nosotros. –comenzó el anciano un tanto entusiasmado– El primer error es pensar que es un ser. Dios es una energía. Dios es una imagen en la que depositamos todo nuestro amor y toda nuestra fe. El amor es la fuerza que le permite al mundo seguir girando, es la razón de que tu corazón siga latiendo cada mañana, la máxima fuerza que impulsa a nuestros pensamientos. Todos amamos a algo o alguien. Amamos hasta el odiar a alguien, pues el odio y el amor siguen siendo parte de la misma moneda. –el anciano tomó un respiro mientras dibujaba una leve sonrisa al ver la cara atónita de Manuel– La fe, por otro lado, no es una razón para vivir como tal; sino la fuerza con la cual vivir. La fe es la desesperación que sienten los humanos por vivir y buscar la forma de siempre seguir adelante sin importar qué les pase o cuánto miedo tengan. La fe es el brazo ejecutor de tus sueños y metas. Sin fe, tienes tanto empuje como un coche sin motor.

Un muchacho sorprendido y atento a sus palabras guardó silencio para digerir sus palabras lentamente; mientras, giraba la vista hacia la botella de salsa de tomate.

-Uno es Dios, pero estamos tan cerrados de mente que insistimos en separarlo de nosotros para pensar que es un ser extraterrestre. Por eso nos privamos de nuestro propio amor, de nuestra propia fe; y la vamos a buscar a iglesias y templos de mil y una religiones. –el anciano tomó la botella –Éste es mi Dios. Después de todos estos años, mi amor y mi fe se han desgastado tanto que caben en esta pequeña botella. Las pocas cosas buenas que me quedan por disfrutar, lograr y amar tendrán que ser condimentadas con lo poquito que queda de mí, con lo poquito que me impide decir que no estoy muerto, con lo único que me impide decir que no soy humano. Y lo único que hizo que me decidiera por esta botella es que ahora sé a que sabrá el tiempo que me quede de vida.

El anciano pudo reír silenciosamente pero la mente del joven no le permitía procesar el elaborado e irreverente esquema de pensamiento del viejo. Se limitó a guardar silencio y a asentir esperando a que siguiera; probablemente, él lo entendió pues sonrió y palmeó su espalda como diciéndole “Algún día lo vas a entender, muchacho.” Pero, luego de tan humorístico monólogo, el anciano se dispuso a iniciar otro recostándose en el asiento y encogiendo los hombros. Sus encogidos hombros reflejaban la característica principal de su siguiente historia, el gran peso que tenía en su corazón.

-Hubo un hombre… –dijo el anciano y se volvió a detener en medio de un silencio abismal al cual Manuel sólo aportaba una mirada atenta a los ojos y facciones del viejo– No, hubo un muchacho…

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