25 de agosto de 2009

Una Ventana a la Memoria (cap. I)

-¿Qué carajos hará ahí sentado? –preguntaba José a su amigo Manuel mientras veían a un anciano viendo a lo alto de una pared hecha con añejos ladrillos.

-No lo sé. Me lo preguntas como esperando que yo sepa.

Todas las tardes se le iban igual al triste anciano. Llevaba su gastada humanidad hasta un viejo edificio junto con un banquito para poder sentarse a contemplar… lo alto de esa pared. Esa pared que ya había presenciado muchos cambios a través de estos años, cambios que para nadie eran notorios más que para él.

Ese viejo edificio de la calle Petróleos con número 713 ya no tenía siquiera ventanas, habían sido reemplazadas por pequeños rectángulos rojizos y delgadas líneas grisáceas que se encargaban de darle algún tipo de cohesión a esa pared. Como si tuvieran miedo de que alguna mirada ajena pudiera espiar los recuerdos dentro del edificio. Ese viejo edificio, triste y decadente, tenía ya muchas historias pendiendo de sus cornisas como si fueran la pesada carga que uno mismo lleva a lo largo de su existencia.

Tenía muchas historias… y sería injusto llamarlas buenas, malas, románticas o melancólicas. Las historias son eso, historias, y nada más. Pero para el hombre, pueden llegar a significar su destino y marcar su estilo de vida. Así era con el anciano, quien ahora dedicaba sus tardes a mirar atentamente ese marco donde antes existía una ventana.

-¡Oiga, señor! –gritó Manuel irrumpiendo en el silencio que el anciano había creado para sí– ¡Señor! ¿Se siente bien? ¿Qué hace allí sentado?

Él no contestó. Nunca contestaba. Tenía cicatrices tan graves que habían pasado la barrera de la mente y los sentimientos para llegar a su cuerpo mismo. Así que, como siempre hacía cuando alguien se le aparecía con las preguntas que consideraba las más estúpidas de la existencia, levantó su tembloroso brazo sosteniendo una hoja del periódico. José se sorprendió de ver una reacción en el anciano pero Manuel, aunque con dudas, avanzó hacia él para tomar el periódico.

Era ya amarillo, delgado y frágil. Era ya bastante viejo y visto. Las borrosas manchas negras en la esquina leían el día 19 de Noviembre de 1984. Entonces, reaccionó e hizo que su mirada siguiera a la del anciano pudiendo ver a detalle entre las líneas grisáceas y los rectángulos rojizos las oscuras sombras que se cernían sobre el edificio. Eran sombras familiares para él, pues muchos de los edificios en el área las tenían cual tatuaje sobre la piel. Un tatuaje que llenaba de tristeza e indignación a todo aquel que conocía la historia de aquel día en San Juan Ixhuatepec. Regresó su mirada al anciano quien no separaba sus atentos ojos de aquello que fuera un marco de ventana.

-Usted perdió a alguien ese día, ¿cierto? –susurró Manuel buscando los ojos del anciano.

Pero lo único que sus ojos pudieron ver fue la iracunda mirada del viejo mientras le arrancaba la hoja de periódico de las manos. El molesto rechinar de sus dientes apretujados por la fuerza de su mandíbula sólo se opacó por la horribles quemaduras que su brazo exhibía. Manuel se tomó un momento para pensar.

-¡Manuel! Deja al anciano en paz. –gritó con impaciencia José– ¡Larguémonos de una vez!

Los ecos de sus palabras fútiles retumbaron sólo en las casas alrededor, pues Manuel resolvió el sentarse en el suelo junto al anciano para contemplar el antiguo marco de ventana. Algo lo impulsó a quedarse, a escuchar los lamentos de las casas abandonadas. Aunque así, sumergiéndose en el dolor del edificio y asumiendo el terror de la sombra que siempre se cernía sobre él, logró encerrarse en una especia de burbuja junto con el anciano.

-¿Sabes qué, Manuel? Ahí te quedas, yo no tengo tiempo para esto.– gritó José antes de que sus jóvenes pies lo llevaran hacia el sendero del olvido y la indiferencia.

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