Llega el invierno. Al cielo se le olvida lo azul y al sol se le olvida despertar. Las noches se prolongan y el cruento frío tortura nuestros huesos mientras aspiramos a arroparnos con cálidas cobijas. Entre los humanos andamos procurando cuidarnos del frío, procuramos evitar un resfrío, procuramos evitar el agua. Veo, en el nublado e inclemente cielo, a las aves volando hacia el sur para encontrar lugares cálidos con los que escapar del frío provisionalmente.
Pero, ante semejante condición me pregunto; ¿a dónde se van los delfines cuando hace frío? Nadie sabe dónde están los delfines. No saben siquiera si es que se han ido.
No están en el aire y, ciertamente, no han crecido plumas; sin embargo, la gracia con la que se mueven por el agua hace que me pregunte si en invierno también vuelan hacia el sur. ¿Escapan de las aguas frías y tormentosas? Las aves buscan el calor del sol lejos de las grises nubes de invierno, bajo la premisa de que volar es la libertad hasta de abandonar.
Los delfines no. Ellos reconocen su libertad y saben de amor. Se hunden para refugiarse de las tormentas de la superficie y se mantienen en movimiento para no enfriarse. El océano azul es su hogar y nunca abandonan el mar.
Los delfines nunca se van, sólo se mueven. Los delfines nunca se van porque siempre están en su hogar.
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