Dios sabe que jamás fui bueno para el futbol. Claro, puedo patear el balón con buena potencia pero carezco del estilo o técnica necesarios para darle dirección al balón. Jugábamos entre coches, botes de basuras, jardines ajenos y usábamos piedras para delinear el ancho de la portería. En una de mis magistrales jugadas para robo de balón cerca de un descuidado Mustang 89, intenté patear el balón pero el viaje de mi pierna fue interrumpido por la punta de una pieza metálica soldada a la defensa de dicho auto a la altura de mi pantorrilla. ¿Resultado? Jugador lesionado con la pantorrilla abierta y con una hemorragia bastante fuerte. Al cabo de una hora de gritos y gazas ensangrentadas, la hemorragia se detuvo y un amigo me preguntó: “¿Te duele mucho?” Mi contestación fue por demás elocuente: “Si el dolor no me mata, me vuelve loco.” Años después, recordando este incidente y leyendo las noticias del México de hoy, caigo en cuenta del dolor que México hoy siente.
Cabe señalar que hay una diferencia descomunal. No es comparable ese dolor con el de los 10 mil huérfanos juarenses ni hemorragia con la sangre de los 24 mil 826 ejecutados que van en el sexenio calderonista. Además, mi herida fue en la pantorrilla pero a México lo hirieron entero. Desde las altas esferas partidocráticas demagogas hasta el ciudadano que ni por suerte se involucra en la política local; desde el empresario que solapa la adicción de sus hijos hasta el papá que le aplaude a su hijo por golpear a otro niño ante la menor provocación; desde el espurio presidencial obsesionado con su guerra sin estrategia hasta el papá que le enseña a sus hijos que los narcocorridos son “la ley.”
Lo que más duele a México es que ni duelen quienes lo pisan. La mayoría está aturdido o entumecido lejos de la realidad diaria, quizá aspirando a lograr “brincar el charco” y vivir bajo las normas del Imperio Estadounidense en una sociedad racista y excluyente. Cada vez se hace más difícil saber si los enemigos de México son extranjeros o los mexicanos mismos.
Cada día estamos más cerca del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución Mexicana… pero más y más lejos de ser aquel México que hizo algo. Se han ido ya muchos pensadores valiosos para nuestra sociedad y han sido homenajeados sin miramientos. Miran sus ataúdes y se preguntan desesperanzadamente: “Ahora, ¿quién si no son ellos?” ¡Pues nosotros! ¡Los que nos quedamos! Así que dejen de encoger los hombros y trabajen de manera ardua, constante y diaria para forjar una mejor sociedad, un mejor ambiente y un mejor país.
Con frases sarcásticas y pesimismo ciudadano no se construyen los países fuertes. Insisto, volteen a ver a Bogotá hace 15 años y mírenlo ahora. Se los dejo de tarea.
Por motivo de las pláticas de algunos amigos y amigas respecto a sus dificultades diarias (principalmente románticas), me di cuenta de una realidad en la interacción diaria entre los miembros de cada sociedad: la trascendencia. Pocos seres humanos le tienen un pavor terrible a no convertirse en seres trascendentales en la sociedad, el hogar, la familia o la vida de su pareja; cuando no se sienten así, los sentimientos de frustración se hacen presentes en la persona en cuestión.
¿Por qué tenemos tan arraigada esta necesidad de trascender? ¿De dónde viene? Algunas personas opinarán que “todo es culpa de la carrera de la rata que nos estresa y nos hace competir los unos contra los otros”; en otras palabras, la necesidad de trascendencia obedece a una corriente de ideas capitalistas por privatizar la atención de la sociedad alrededor de nosotros. Sinceramente, lo descarto como origen de dicha necesidad.
Charles Darwin fue uno de los científicos que dedicó sus estudios a explorar el fenómeno de la evolución en los seres vivos y los mecanismos que la regulan. Dichas teorías plantean un escenario en el que sólo el más fuerte está destinado a sobrevivir y procrear; por ende, todos los individuos pertenecientes a esa sociedad compiten entre sí para demostrar su superioridad el uno del otro. Así que no hay gran misterio psicológico tras esa necesidad de trascendencia, es instintiva y todos tratamos de saciar ese instinto. Y hablar de la satisfacción de instintos me hace pensar en Nietzsche.
Si no es muy conocedor en el tema se preguntará: ¿Quién fue Friedrich Nietzsche? Es uno de los filósofos más famosos del final de siglo XIX que, además de todo, padeció una mezcla de enfermedades sin diagnóstico a la par de ataques depresivos. Entre sus dolencias: migrañas agudas, náuseas dolorosas, cólicos, difteria y disentería. Esas afecciones, con el tiempo, lo obligaron a dejar su puesto como docente y, en 1890, cayó en una locura indeterminada sin posibilidad de recuperación. Sin embargo, el concepto que mayor fama le ha conferido es el del “Superhombre.”
De la mano con las teorías darwinistas sobre la evolución, Nietzsche concibe la idea del superhombre tomando como base la idea que, si todos los seres vivos evolucionan y se transforman, el ser humano no puede ni debe ser la excepción. Por ello, cuando escribe del superhombre, lo describe como algo futurista y un modelo a seguir. “El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre”, establecía Nietzsche a través del personaje ficticio Zaratustra.
Desde la perspectiva de Nietzsche, lo que está impidiendo al hombre liberarse y lograr evolucionar son las ataduras de la filosofía tradicional que considera decadente y retrógrada porque convierte a la vida después de la material en el centro de nuestra existencia en lugar de enfocarse en el presente mismo. Para él, es preciso desenmarañar todo lo que la cultura occidental ha dictado desde las ideas socráticas y las platónicas.
La moral es uno de los aspectos más profundamente criticados por Nietzsche ya que, a su manera de ver, atenta contra la naturaleza y la vida pues intenta frenar absolutamente los instintos humanos. La base fundamental de esta moral es Platón porque sitúa la relevancia de la vida en el Mundo de las Ideas (el Más Allá) y no en la vida terrenal que es la única que se vive. Friedrich afirma que es necesario revolucionar estas costumbres si la sociedad desea producir superhombres; así que, para mostrar el camino que considera la revolución de estas costumbres debería tomar define dos tipos de morales, siendo la primera la propia del superhombre:
La Moral de los Señores. Amantes de la vida, el poder, el placer y la nobleza.
La Moral de los Esclavos. Afín al dolor, la amabilidad, la compasión, la resignación y la paciencia.
El Cristianismo ha supuesto una inversión de los valores de la religión clásica de Grecia y Roma imponiendo la obediencia y el sacrificio propio de un rebaño para desconectar al humano de todos sus instintos explotando los miedos, angustias y necesidades de él. A Nietzsche le parece especialmente detestable el papel del sacerdote y su visión ascética de la vida, pues esta le lleva a imponer una moral antinatural. Visto así, propone la erradicación de la figura de Dios para permitir al hombre convertirse en superhombre ya que, dicha figura, es una gran lastre que impide al hombre evolucionar.
La perspectiva del superhombre es meramente individualista, un grito por no perder la identidad disuelta en el mar de la sociedad. Por ello, condena de manera terminante la renuncia de los instintos del hombre en nombre de una sana convivencia. Sin embargo, este ser extremadamente individualista indiferente de las necesidades de su sociedad se convierte en un ser que no produce en lo absoluto a su entorno social. La búsqueda constante de satisfactores le impide integrarse a un cúmulo social de colaboración y solidaridad con un elevado riesgo de que su comportamiento resulte en una ofensa constante a los integrantes de otras sociedades.
Creo que Nietzsche se equivocó al considerar al superhombre como un ente individualista y en afirmar que los instintos humanos tienen dicha tendencia. El humano sí es un ser social y que gusta de colaborar para sentirse útil ante los ojos de los demás. Como en los ejemplos mencionados al principio del artículo, una de las necesidades humanes es buscar la trascendencia y sentirse útiles para una sociedad; es decir, esta necesidad funciona en modo dúplex completo: la sociedad satisface al individuo, el individuo satisface a la sociedad.