Fuente: Washington Post
Por Charles Fried y Gregory Fried
El asesinato de Osama Bin Laden fue una gran victoria para las fuerzas militares y de inteligencia de Estados Unidos, así como para el presidente Barack Obama. Pero resulta risible la excesiva angustia y preocupación que ha desatado la duda de si Bin Laden estaba desarmado, si estaba a punto de sacar un arma de fuego, si usaba un cinturón suicida o si EU violó la soberanía pakistaní en su persecución del terrorista.
El código de guerra que promulgó Abraham Lincoln en 1863 –el primero en su tipo– dejó en claro que: “la necesidad militar admite toda destrucción directa de la vida o la integridad física de los enemigos armados... permite la captura de... todos los enemigos de importancia para el gobierno hostil”.
Pero el código de Lincoln también dice que “la necesidad militar no admite la crueldad... ni la tortura”.
Todos los hombres y mujeres civilizados están de acuerdo en un punto: la tortura es condenada por las leyes estadounidenses, por las leyes internacionales y por la Iglesia Católica Romana. En 2005, también fue reprobada por el Congreso de EU a instancias del senador John McCain, entre otros.
Ahora, los mismos apologistas que le aplaudieron al presidente George W. Bush por la autorización de la tortura –y no se equivoquen, la técnica del “submarino” es tortura– están trabajando para desprestigiar este gran triunfo contra la tortura. Argumentan que si no hubiera sido por los barbáricos tratos que recibieron los detenidos en 2003, hubiera sido imposible dar con el paradero de Bin Laden.
El reclamo es indecente porque no hay forma de saber si eso es verdad. Además, cualquier intento de probar o refutar ese argumento a favor de la tortura requeriría la revelación de informes de inteligencia que deben permanecer en secreto por la seguridad de EU. Pero, aunque fuera cierto, no prueba el punto a favor de la tortura.
Sin importar qué tan peligroso pudo haber sido, Osama Bin Laden no era una bomba de tiempo que requería ser desactivada de inmediato. Pero su asesinato se usa como excusa para justificar la excepción de imperativos morales que deben permanecer inquebrantables, como la condena absoluta de Lincoln hacia la tortura, o la condena de la degradación sexual como arma de guerra, o el asesinato judicial de una persona inocente para mantener la paz.
Estas cosas nunca se deben hacer. Poner estos límites morales al mismo nivel de las sutilezas jurídicas de la soberanía o la necesidad de una orden judicial revela un sentido de la proporción profundamente desequilibrado.
Aquellos que defienden la tortura y que están usando la muerte de Bin Laden para probar que están en lo correcto, de hecho están probando lo contrario. No importa cuán vil haya sido, Bin Laden no representaba una escena de la serie “24”, con Jack Bauer, en la que un arma nuclear está escondida en el centro de Los Ángeles.
El punto es que una vez que se está dispuesto a cruzar la línea de lo que está absolutamente mal, es necesario responder preguntas que es imposible contestar: ¿Cuántas personas deben estar en peligro para justificar la tortura? ¿Qué tan seguros debemos estar de que ese peligro existe? ¿Cómo asegurarse de que cierta persona es la que nos puede llevar a la bomba y que la tortura tendrá efecto? ¿Qué sucede si los terroristas que colocaron la bomba son inmunes a la tortura o están fuera de nuestro alcance, pero su pequeño hijo no lo está? ¿Podríamos torturar al niño si eso hace hablar al terrorista? ¿Y cómo estar seguros de que va a funcionar?
Uno de los apologistas de la tortura aprobada por Bush sostiene que incluso la tortura del niño debería ser permitida. A falta de un límite para justificar este mal, se propaga el uso de la brutalidad deliberada para validar la tortura, ya sea para salvar a una persona o para ablandar al siguiente sujeto que debe ser interrogado, como en el caso de Abu Ghraib. Parafraseando al fiscal Robert Jackson, tal argumento no tiene ni principio ni fin.
Según Lincoln, el mayor daño que inflige la tortura recae en el torturador. Todos sufrimos dolor y todos debemos morir. Pero mientras vivimos, debemos esforzarnos actuar con humanidad, que es el supuesto objetivo de nuestras batallas. El código de Lincoln proclama que “los hombres que toman las armas unos contra otros en una guerra pública, no dejan de ser seres morales, responsables entre sí y ante Dios”.
Francis Lieber, quien redactó el código en la casa de Lincoln, lo complementó: “El anuncio final del General Halleck, en donde se declara listo para tomar venganza... claramente le dice a sus oficiales y soldados no tomar represalias cruelmente... Si ellos quemaron a uno de los nuestros, ¿entonces podemos quemar indios vivos? La simple imposición de la muerte no es considerada como crueldad” (Nota del editor: En este caso, se entiende que quemar a alguien es considerado un acto de tortura).
La muerte de Osama Bin Laden podría ser sólo un pie de nota de la derrota de Al-Qaeda. Los mismos hombres y mujeres musulmanes que Bin Laden intentó reclutar para su yihad en nombre de su califato al estilo Pol Pot, ahora se están rebelando para tener la oportunidad de vivir una vida decente en una nación democráticamente gobernada por los mismos valores que pregona EU. Su objetivo es también nuestra mayor esperanza de que termine definitivamente esta guerra contra el terrorismo.
Si adoptamos los valores brutales de nuestros enemigos, aunque sea en nombre de la legítima defensa, estaríamos contaminando no sólo su sacrificio, sino el de nuestras propias tropas. Debemos negar a Bin Laden esa victoria póstuma.